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Lettre-H

Hijo de Dios

Los Padres de la Iglesia decían: no se puede dar un solo sentido a la palabra “único”. Está el más elemental, exclusivo desgraciadamente, el que ha predominado para algunos cristianos. Pero existe otro sentido de la palabra “único” que aparece cuando entramos en relación con lo que encarna la persona de Jesús de Nazaret: tomamos conciencia de que Jesús es una forma “única” de encarnar la vida, de encarnar el amor.

Cristo es Cristo, Buda es Buda y cada uno es una relación “única” que manifiesta la inteligencia, la luz, el amor…

 

Higuera

“De dónde me conoces? Pregunta Natanael.

Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, Yo te veía” (I, 48)

“Estar bajo la higuera” para los antiguos Rabinos quiere decir “estar en la meditación de las Escrituras”.

 

La higuera simboliza en el Judaísmo el Árbol del Conocimiento de la felicidad y de la infelicidad.

“Cuando estabas bajo la higuera”, es decir cuando luchabas por conocer lo que está bien y lo que está mal, lo que hace la felicidad del hombre y su desgracia, cuando sufrías en el callejón sin salida de la dualidad, conociste ese momento no dual, ese momento de unidad más allá del bien y del mal, conociste la esencia de la Vida. El fruto del árbol del Conocimiento del Bien y del Mal fue un instante su amargura y sin azúcar. Saboreabas otro fruto, entrabas en otra conciencia…”

A cada uno su higuera. Quizás la de Natanael no es la nuestra, pero todos hemos conocido momentos en los que estábamos en “nuestro centro”, bien enraizados en la tierra, con esa vertical, ese despliegue lleno de savia hacia la luz. Y en esa no dualidad de la materia y del espíritu, de la psique y de lo espiritual, en ese momento de Trasparencia, hemos saboreado “Otra Cosa” infinitamente simple e infinitamente harmonioso, digamos, un momento de paraíso en el que abandonando los Juegos de nuestras dualidades, desgarros o contradicciones, éramos como un árbol plantado en el medio del “jardín” que se deja mirar y alimentar por el pleno sol de mediodía…

(L’Evangile de Jean pág. 275/277)