Ahora ya lo sabemos, todos los caminos ya no conducen a Roma, a Jerusalén o a la Meca… Todos los lugares sagrados de Oriente y Occidente, todas las montañas santas han sido exploradas, devastadas; sólo quedan allí los viejos o los piadosos comerciantes, momias, personas con trajes pasados de moda; los símbolos de nuestras vidas anteriores o fallecidas. Allí se celebran cultos sin éxtasis, en presencia de dioses todopoderosos y limpiamente disecados, archivos de civilizaciones, a veces muy preciadas y en vías de extinción.
Ahora ya lo sabemos, todos los caminos conducen a la playa… y no es “algo en lugar de nada”, es “nada en lugar de algo”.
Basta decir que pronto seremos todos metafísicos, desnudos, pero al sol, desnudos, pero coronados de espuma… Los cantos pagamos de Fernando Pessoa son ilegibles si los meditamos en las calles de Lisboa, se vuelven evidentes si los susurramos en las playas de Ipanema.
Río de Janeiro es seguramente el mejor lugar para comprender “Todo Pessoa” - en un solo día podemos encontrarnos con cada uno de sus seudónimos. No se trata de enlazar a toda costa Brasil con la cultura portuguesa por algún tiempo todavía, (estos lazos cada vez más finos pronto habrán desaparecido) sino de no privarnos del primer metafísico, cantor del disparate, de la profundidad y lo vacuo de lo que hay que llamar las “cosas”: todo lo que merece ser anegado por la aguas antes de fin de siglo. Es así que los valientes y los más inconscientes están preparados y bronceados en la playa, ese límite del infinito que ninguna redundancia carnosa o bandera publicitaria podría ocultar.
El futuro de un país desde ahora se mide por sus metros de costa. No hace falta precisar que Brasil va bien servido. Nadie duda de que este país sea un modelo para el futuro del mundo, pues aquí hay espacio, hay playa para todos.
El peor y el mejor, el más pobre y el más rico dejaran de hacerse la guerra para zambullirse en las mismas aguas – esas aguas que se llevan la historia y sus diferencias, nos bañan en el único culto existente: el del instante.
Ya sólo hay salvación en la ola que pasa, la ola que ahoga y el gran sol que marca nuestros límites y luego nos borra…
No es vano este juego de palabras o de ortografía: en la playa estamos al borde de la “madre” (mar)… Los líquidos amnióticos que nos rodean operan la perfecta regresión de un pueblo a su matriz. Los caminos que llevan a la playa son caminos de retorno. Lo contrario del camino del héroe que se aventura en tierras secas o en tierras altas para acceder a una talla de adulto… El camino que lleva a la playa es el de los niños o los adultos arrepentidos que han comprendido que construir una ciudad o un “mundo mejor” era tan vano como construir un castillo de arena.
En la historia de la filosofía se pueden distinguir dos tipos de filósofos: los que van a la playa y los que no van. Nos es posible imaginar a Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Sartre y los demás en bañador entre la masa enloquecedora de cariocas, de vírgenes pulposas que no tienen nada que esconder bajo su piel, nada de trastienda, de “trasmundo” su vacío siendo tan explícito en el interior como afuera (el vacío que está en el interior de la vasija es el mismo que llena el universo).
Se entiende que estos filósofos hayan hablado del “final de la metafísica” su filosofía “de las luces” era la de sus lámparas de aceite o de sus hadas eléctricas, no las del gran sol, el sol de Heráclito en Éfeso, bajo el que los griegos ancianos pasaban su tiempo de paseo; paseos que terminaban siempre en la playa donde la contemplación de los bellos cuerpos despertaba el deseo (eros) de una belleza sin límites (ver Sócrates, Platón…). Pero era el privilegio de los grandes no dejarse saturar por lo que satura las playas, era su privilegio ver el vacío, la infinita pureza del espacio que se divierte con esas nupcias inciertas del agua y de la tierra, de donde ha nacido el gran “barro” humano (adamah).
En su retorno a los griegos, como origen de la filosofía occidental, Heidegger, olvidó lo esencial, volver a la playa primera, allí donde emerge la tierra natal… esos caminos no conducen a ninguna “parte”. Había que caminar más lejos, hasta la orilla de las aguas…
Para los futuros filósofos será sin duda útil hacer una peregrinación a Río de Janeiro, dejarse guiar por la divina Sofía, al borde de Nada, allí donde la pregunta “qué es el ser” o “qué es algo” cesa, porque el ser dulce y lúcidamente se disuelve en un alargamiento y una inmovilidad que no es la de la muerte, sino la de la Vida que se experimenta ella misma en el momento de adormecerse en una conciencia más profunda… Esa gran noche en el corazón del día cuyo secreto y profundo enigma guardan los pueblos soleados.
Todos los caminos llevan a la playa, pero podemos pararnos en el camino, incluso en Río; un evangelista puede interrumpir la caída, lo reconocerán por su “aire de salvado”, es decir por su cuello casi blanco y “su corbata algo arrugada” pues “la gran perfección ha conocido el defecto”, decía Lao Tséu. Les dirá que no vayan a la playa, pues hay peces pudriéndose en la bahía y una variedad increíble de demonios… Seguramente tendrá razón, pero lo que buscamos hoy para vivir, no es ni una razón, ni una fe. Todo esto es encantador pero cuán perecedero!
Buscamos sólo “un lugar tranquilo”… una playa desierta sin duda que no encontraremos ni en Río ni en otro lugar, si no está ante todo en nuestro corazón y en nuestra cabeza antes de transmitirse a todos nuestros miembros… una playa de silencio…
Todas las filosofías, todas las ciencias, todas las religiones deberían habernos conducido a esta playa… nos hemos parado en el camino, el espíritu de seriedad nos ha privado de nuestro Espíritu Santo… esa leve brisa o ese viento de tormenta que levanta nuestras olas que hace bailar nuestras polvaredas, ahí, tan cerca de las profundidades de la piel… la playa final (fin de la lucha), “aurora” diría Pessoa, de una metafísica, “Ser y tiempo” de perro…
Traducción María Luisa González